El Azor era un barco duro, lento, cabezón. En 1949 había sido botado en los astilleros Bazán: su madrina, la señorita María del Carmen Franco Polo. Hacía poco tiempo que los periódicos la llamaban todavía "Carmencita Franco", hasta que recibieron la orden escrita, en papel sellado, de la autoridad de prensa: había que llamarla señorita, y por su nombre completo; más tarde sería obligatorio, junto al nombre, el título de marquesa de Villaverde.
Franco se reía de sus invitados en el barco: no lo resistían. A veces, les gastaba bromas: hacía falsos "avisos a los navegantes" anunciando fuertes temporales inmediatos, se los hacía llevar al comedor y los leía en voz alta: se reía a carcajadas cuando los demás comenzaban ya a ponerse verdes. Los que le acompañaban entonces dicen que era feliz y que se sentía libre: conseguía salir de su propio régimen.
Sobre todo le entusiasmaba la pesca. Un día pescó un enorme calamar que conservó vivo para donarlo a un acuario (le llamó siempre "el monstruo marino"), pero algún tiempo después desapareció. Franco imaginaba que tenía algunas facultades que le habían permitido escaparse y saltar al mar, pero se averiguó que se lo había comido el señor Zala (el cocinero de a bordo era excelente pero la comida diaria era frugal, como lo fue siempre en la mesa del dictador). Los atunes eran su mejor presa. Su primo y secretario, el general Franco Salgado, decía fríamente que, con el coste del petróleo del Azor y el del buque de escolta, el sostenimiento de la tripulación —comandante, segundo, maquinista, tres suboficiales, tres cabos, 32 hombres; a los marineros Franco les reunía a veces en el sollado y les contaba leyendas gallegas de aparecidos— se conseguían los atunes más caros del mundo.
Pero la gran pesca fue la del enorme animal en la fecha del 1 de septiembre de 1958, conservada en las crónicas del barco. Fue difícil de definir; los primeros telegramas de prensa hablaron de una ballena de 20 toneladas: poco para una ballena. Las fotos mostraban al hombrecillo, con su gorra de yatchman y traje gris, riendo junto a la bestia; el público era poco sensible a la emoción del pescador y dio un cariz ridículo a todo ello. Algún periódico llamó a lo pescado cachalote, pero el Ministerio de Información —Arias Salgado— intervino rápidamente para que se le volviera a llamar ballena. Por fin se llegó a un acuerdo: tendría el nombre genérico de cetáceo.
La censura era muy especial con las pescas milagrosas del jefe de Estado. En un concurso de salmón se quiso decir que uno de los capturados era el más grande de España y la censura lo prohibió.
Un director general llegó una vez de Nueva York con noticias importantes para una industria española, y con una caña que había comprado para Franco; el jefe del Estado no le dejó explicarse, y le aterró haciendo volar el anzuelo por el despacho en que le recibía.
La iniciación a la pesca se la debió a Max Borrell, cuando éste era gobernador civil de La Coruña y Franco veraneaba en el pazo de Meirás. Le llevó un día en un bote de pescar y vio su entusiasmo: al día siguiente Franco le llamó para que fueran otra vez: "Yo le diré a Carmen que nos prepare unas tortillas y unos filetes: así podremos estar más tiempo en la mar".
La tranquila aventura del Azor duró 26 años de la vida de Franco. Después quedó anclado y fue usado con timidez. Una vez, por la familia real (el Rey embarcó en él para pasar revista a la flota). Otra histórica vez, por Felipe González, en sus vacaciones de verano de 1985. Un pálido y leve crucero: de Lisboa a Rota. Alguien debió aconsejarle mal, o quizá fue su deseo de asumir el pasado. La derecha criticó a González con sarcasmo y le acusó de querer meterse en la piel del sagrado antecesor. La izquierda, de ostentación y lujo. Muchos, sólo por rememorar el nombre del barco fantasma. Bajó en Rota y no volvió nunca más; ni nadie lo ha utilizado.
Quienes lo han visitado ahora dicen que el yate está como se construyó, con la añadidura final de Franco: dos camarotes de lujo para él y doña Carmen, la señora por antonomasia, que luego fue sólo de Meirás. Sus paredes son de madera de fresno y de raíz de sicómoro egipcio. Y su plata vieja, y la fina porcelana de sus vajillas y los camarotes de invitados donde los ministros y los embajadores lloraban del más simple de los miedos que habían tenido: el de la mar, como decían a bordo.
Pero sin recuerdos. Todo el fasto de un régimen, las horas libres de quien nunca consideró la libertad de los demás como necesaria, las sombras de almirantes, ministros, jefes de Estado extranjeros y nacionales, fraques, condecoraciones, gorras de comodoro, blazers con buenos y legítimos escudos bordados; brindis con agua, charlas sin cigarrillos, ensueños de imperio, de marino sin escuela, de pintor sin colores para el cielo gallego —pero con una Leika alemana de los viejos tiempos—: todo un trozo de la historia desdichada y fastuosa de la España reciente; son cosas que se pueden comprar. Quizá haya alguien que lo quiera precisamente así.
Franco se reía de sus invitados en el barco: no lo resistían. A veces, les gastaba bromas: hacía falsos "avisos a los navegantes" anunciando fuertes temporales inmediatos, se los hacía llevar al comedor y los leía en voz alta: se reía a carcajadas cuando los demás comenzaban ya a ponerse verdes. Los que le acompañaban entonces dicen que era feliz y que se sentía libre: conseguía salir de su propio régimen.
Sobre todo le entusiasmaba la pesca. Un día pescó un enorme calamar que conservó vivo para donarlo a un acuario (le llamó siempre "el monstruo marino"), pero algún tiempo después desapareció. Franco imaginaba que tenía algunas facultades que le habían permitido escaparse y saltar al mar, pero se averiguó que se lo había comido el señor Zala (el cocinero de a bordo era excelente pero la comida diaria era frugal, como lo fue siempre en la mesa del dictador). Los atunes eran su mejor presa. Su primo y secretario, el general Franco Salgado, decía fríamente que, con el coste del petróleo del Azor y el del buque de escolta, el sostenimiento de la tripulación —comandante, segundo, maquinista, tres suboficiales, tres cabos, 32 hombres; a los marineros Franco les reunía a veces en el sollado y les contaba leyendas gallegas de aparecidos— se conseguían los atunes más caros del mundo.
Pero la gran pesca fue la del enorme animal en la fecha del 1 de septiembre de 1958, conservada en las crónicas del barco. Fue difícil de definir; los primeros telegramas de prensa hablaron de una ballena de 20 toneladas: poco para una ballena. Las fotos mostraban al hombrecillo, con su gorra de yatchman y traje gris, riendo junto a la bestia; el público era poco sensible a la emoción del pescador y dio un cariz ridículo a todo ello. Algún periódico llamó a lo pescado cachalote, pero el Ministerio de Información —Arias Salgado— intervino rápidamente para que se le volviera a llamar ballena. Por fin se llegó a un acuerdo: tendría el nombre genérico de cetáceo.
La censura era muy especial con las pescas milagrosas del jefe de Estado. En un concurso de salmón se quiso decir que uno de los capturados era el más grande de España y la censura lo prohibió.
Un director general llegó una vez de Nueva York con noticias importantes para una industria española, y con una caña que había comprado para Franco; el jefe del Estado no le dejó explicarse, y le aterró haciendo volar el anzuelo por el despacho en que le recibía.
La iniciación a la pesca se la debió a Max Borrell, cuando éste era gobernador civil de La Coruña y Franco veraneaba en el pazo de Meirás. Le llevó un día en un bote de pescar y vio su entusiasmo: al día siguiente Franco le llamó para que fueran otra vez: "Yo le diré a Carmen que nos prepare unas tortillas y unos filetes: así podremos estar más tiempo en la mar".
La tranquila aventura del Azor duró 26 años de la vida de Franco. Después quedó anclado y fue usado con timidez. Una vez, por la familia real (el Rey embarcó en él para pasar revista a la flota). Otra histórica vez, por Felipe González, en sus vacaciones de verano de 1985. Un pálido y leve crucero: de Lisboa a Rota. Alguien debió aconsejarle mal, o quizá fue su deseo de asumir el pasado. La derecha criticó a González con sarcasmo y le acusó de querer meterse en la piel del sagrado antecesor. La izquierda, de ostentación y lujo. Muchos, sólo por rememorar el nombre del barco fantasma. Bajó en Rota y no volvió nunca más; ni nadie lo ha utilizado.
Quienes lo han visitado ahora dicen que el yate está como se construyó, con la añadidura final de Franco: dos camarotes de lujo para él y doña Carmen, la señora por antonomasia, que luego fue sólo de Meirás. Sus paredes son de madera de fresno y de raíz de sicómoro egipcio. Y su plata vieja, y la fina porcelana de sus vajillas y los camarotes de invitados donde los ministros y los embajadores lloraban del más simple de los miedos que habían tenido: el de la mar, como decían a bordo.
Pero sin recuerdos. Todo el fasto de un régimen, las horas libres de quien nunca consideró la libertad de los demás como necesaria, las sombras de almirantes, ministros, jefes de Estado extranjeros y nacionales, fraques, condecoraciones, gorras de comodoro, blazers con buenos y legítimos escudos bordados; brindis con agua, charlas sin cigarrillos, ensueños de imperio, de marino sin escuela, de pintor sin colores para el cielo gallego —pero con una Leika alemana de los viejos tiempos—: todo un trozo de la historia desdichada y fastuosa de la España reciente; son cosas que se pueden comprar. Quizá haya alguien que lo quiera precisamente así.
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